Mi abuelo. Legado político II y último
El Jicote. Por: Edmundo González Llaca
En una ocasión toda la familia acompañamos a mi abuelo a Tequisquiapan, donde un compañero de armas de la Revolución lo invitó a comer. Después de la pantagruélica comida mi abuelo siempre daba unos “pasitos”. político II, político II, político II, político II, político II, político II, político II, político II
Mi misión era acompañarlo, pues por su edad caminaba erráticamente. Salimos a pasear con el anfitrión. En ese tiempo Tequisquiapan sería un barrio de lo que es ahora, así que pronto caminábamos en el campo. A mí siempre me ha gustado el campo, pero creo que fundamentalmente en las fotos de los calendarios, pues le tengo terror a las alimañas. Todo zacatón le di la mano a mi abuelo y caminamos juntos.
A pocos metros de la casa del anfitrión estaban construidas una serie de cabañas, pero casi inmediatamente después, otra serie de chozas en condiciones deplorables. La diferencia era notable, mi abuelo le preguntó a su anfitrión por tan marcada diferencia. Éste le dijo: “Cerca de la hacienda hay casitas de adobe y piedra, luego vienen éstas, levantadas con cartones y láminas viejas”. Su amigo le explicó; “Las primeras son de campesinos que trabajan en la hacienda, luego ha venido llegando esta gente pobre que se instalan allí”.
Agregó: “Antes eran decenas ahora son cientos de familias”. Mi abuelo le comentó; “Con los padres de esta gente hicimos la Revolución, dales trabajo”. Su compañero le aclaró: “No tengo trabajo para tanta gente, además ya no les interesa trabajar en el campo, prefieren trabajar en los balnearios”.
Ya de adulto, el recuerdo de este hecho, me abrió los ojos de una parte de la problemática del campo: tierras que tenían como destino la siembra son ocupadas para levantar viviendas; los que antes eran campesinos, mucho prefieren integrarse al sector económico de los servicios y abandonan el campo. No obstante el mensaje principal de esta realidad me la dio más tarde mi abuelo.
Seguimos caminando y las chozas paupérrimas no terminaban, mi abuelo le dijo: “Pero toda esa tierra que te tienen invadida te impide dedicarla a la siembra. ¿Qué haces entonces?».
Resignado, su compadre le informó; “Como tú dices, ya son cientos de familias, yo he recurrido a las autoridades municipales, pero me dicen que ni con toda la policía de Tequis los podrían sacar; las autoridades del Estado se niegan también a intervenir. Aducen que es gente que necesita para acarrearlos a los mítines y para que voten por ellos en las elecciones. Yo no insisto, porque a cambio de que aquí les permita instalarse como puedan, me han metido la luz y me permiten que pague menos impuestos”. Mi abuelo solo repetía:; «¡Qué barbaridad! ¡Qué barbaridad!»
Empezó a calar el frío y las chozas eran cada vez más miserables. La caminata para hacer la digestión empezaba a convertirse en una especie de un triste cuento de navidad. Su compadre nos prestó un coche y un chofer para que nos regresara a Querétaro. Después de una jornada especial, mi abuelo siempre hacia el recuento de lo vivido, pleno de observaciones agudas y ocurrencias.
En esa ocasión se mantenía triste y sombrío. Me atreví a preguntarle: «Te veo preocupado y triste abuelo. ¿Qué te preocupa?». Guardó un momento de silencio, hasta pensé que no quería responder, al fin describió la experiencia vivida: «¿Te fijaste el grado de miseria de esa gente que invade en forma ilegal los terrenos de mi compadre, te diste cuenta que viven, casi como en la época de las cavernas?.
Él lo permite, no por pagar una deuda de la Revolución en la que participamos, lo permite porque las autoridades le obsequian otros servicios y le bajan los impuestos. ¿Te diste cuenta de eso?». Tímidamente asentí con la cabeza. Siguió:»¿Sabes cómo se llama eso?»: Simulación». Lo interrumpí: «¿Qué es eso de la “simulación” y por qué te preocupa tanto?». Después de otro momento de silencio me explicó lo que parece más actual que nunca: «Al simular, los que deben hacer, hacen como que hacen, pero no hacen.
Los que no hacen, dicen que no hacen, pero sí hacen. Todo es falso y todos fingen. Mi compadre hace como que reclama pero no reclama tanto; las autoridades no aplican la ley porque sacan provecho. ¿Por qué me preocupa tanto? Porque en la simulación no se resuelven los problemas, nomás se atrasan; tarde o temprano, explotan más fuerte».
Para mí era muy duro ver a mi abuelo así que le pedí y casi le rogué: «Pero no estés triste abuelo». Respondió: «Sí me da tristeza, no lo puedo evitar. Si tú hubieras visto cuánto esfuerzo para hacer la Revolución, cuántas familias peleadas, cuántos muertos, cuántos lisiados. ¿Todo para qué? Para acabar enterrándolo todo con la simulación».
Me quedé callado, me recargué en el asiento y lloré en silencio.
El Jicote, por Edmundo González Llaca.
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